Me tumbo en la cama. Bobby de fondo hablando sobre unas
visiones que tubo mientras estaba fumado. De una tal Joanna, creo. Me cubro con
el edredón y mi mente, en vez de frenar el frenético ritmo de un largo día
arriba y abajo, mete séptima… Qué digo séptima, mete decimoquinta. Y empiezan a
pasar, delante de mis ojos, como si fueran fantasmas que vagan en la niebla de
una fría noche de enero - noche de invierno mediterráneo,
ese invierno cálido que de golpe, te trae la amenaza de una nevada que te
transporte al mismísimo polo sur - caras que
conozco demasiado bien. Caras que tienen nombre y apellidos, y recuerdos
asociados, grabados a lava en sus ojos.
Recuerdos de palabras mal dichas, y de no otras que ni siquiera llegaron a
salir. De malas acciones, y de otras que nunca llegaron a accionarse. De
decisiones que, de ser diferentes, hubiesen supuesto un camino completamente
diferente. Un universo paralelo.
Ahora Bobby dice que tarde o temprano, uno de los dos sabrá que hiciste lo que debiste hacer. Are you talking to me? – y la voz de mi
conciencia se torna una burda imitación de De Niro delante del espejo de su apartamento, en un receso de su odisea cosmopolita
dentro de un taxi. ¿Me hablas a mí? ¿Quién de los dos lo sabrá, yo o un “tú” que tiene mil nombres? Yo solo sé que todos
esos fantasma eléctricos que pasan por mi cara son
todos agridulces. Error. Y otro error. Y otro más. Y te das cuenta de que más
que tomar decisiones, he sumado errores. Uno tras otro. Unos son errores míos,
otros son errores en sí mismos. Pero siempre me
acabo levantando. ¿Pero sabe usted, señor Zimmerman? Uno a veces se cansa de
levantarse y prefiere descansar, quedarse
tumbado en la cama, en posición fetal, y llorar como un recién nacido el cual aún no tiene heridas ni cicatrices que
condicionen su ser, ni su ego. Ni su orgullo. Ni
sus miedos. Ni sus complejos. Y a veces no entiendo cómo puedo haber sido tan
cenutrio, de tomar las decisiones erróneas. De no haber abierto la boca cuando
debería y no cerrarla cuando debería haber
callado. De no haber luchado cuando tocaba pelear y
de pelear cuando tocaba luchar. De pecar de ingenuo y creer que la gente es
pura e inocente. Y me pregunto, ¿qué habría sido mi vida de haberte dicho que
te quería? ¿De haber dicho que no, que no quería dar una vuelta más? ¿De
haberte dicho que estuvieses por mí, y no por otro? Y me imagino risas, besos,
amor, pasión, confianza, felicidad, unas vacaciones en la playa, un viaje en
moto, un concierto de punk; pero del guarro, no este que está de moda
últimamente, de punk al que se le seca la boca y le pica la nariz. De filosofía
barata, de poesía espontánea y flujos de consciencia que derriban puentes de
complejos y miedos, como un rio desbordado después de una tormenta.
Y pienso, qué dura eres conmigo, pero ya sé que no eres
justa, ni nunca lo serás. No eres más que una suma de errores, de tropiezos con
una misma piedra, la de nuestra estupidez. De qué haces el amor, te quejas,
reprochas, emborrachas y haces el amor como una mujer. Pero que rompes las
cosas como una cría. Qué gran razón tienes, Bob,
al decir eso. Pero al fin y al cabo siempre nos levantamos, una vez y otra, y otra, y
otra. Pero en el fondo, tu alma no quiere más que descansar al lado de su otra
media parte, que le fue arrebatada por un
mujeriego dios griego hace tanto tiempo que ni ella misma la recuerda. Por eso
la busca con tanto anhelo que se despierta, se tropieza, y vuelve a caer. Tan despistada
que no para a mirar el paisaje. Y no me queda más que seguir mi camino.
Vosotros por el vuestro y yo por el mío, ya
veremos quién es el que se quedó atrás. Y por
ahora, mi camino es levantarme de la cama, encender la pantalla del ordenador y
dejar que mi conciencia fluya a través del teclado de mi ordenador mientras Dylan canta precisamente eso: ya veremos
quién es el que se quedó atrás.