viernes, 21 de junio de 2013
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Hay mucha gente que opina que la felicidad está en uno mismo, que no necesita de segundas o terceras personas para lograr ese susodicho estatus espiritual caracterizado por una cuasi nula presencia de tristeza y una gran parte de alegría.
Primeramente, y como entrante nada relacionado a la verdadera razón de este texto, veo esta afirmación como un puro eslogan neo-liberal y extremadamente indivualista, que te venden para que te centres en consumir y no te preocupes de nada más que de consumir, y ni siquiera cuides de tus relaciones personales. Pero, como he dicho, esto no es la verdadera razón de estas líneas, ni el argumento que voy a esgrimir para explicar mi postura.
A todos los que decís que la felicidad está en uno mismo, decidme: ¿Qué gracia tiene dar un paseo solo? ¿Qué chiste tiene bajar solo a Barcelona una calurosa tarde de verano y tomarse un rico helado gigante en la heladería de Tallers? (fin del espacio publicitario). ¿Qué diversión tiene salir solo de fiesta a un concierto/discoteca/rave-plagada-de-drogadictos-nauseabundos? ¿Qué alegría se obtiene de callarse que has sacado un diez en mates?
Compartir. Eso que está ahora tan de moda en todo el tema de las redes sociales es la clave, señores. Coged esos momentos que he mencionado arriba, y agregadle una persona. ¿No es mucho más ameno dar un paseo con alguien, tomar un helado con un buen amigo? La gracia de la felicidad se basa en compartir dicha felicidad. Si no, esta no sirve de nada, es inútil. ¿De qué sirve ser feliz, si no puedes compartirlo con nadie? Es precisamente por eso que todo este fenómeno de las redes sociales tiene tanto éxito: nos permite compartir nuestra vida, alegrías, decepciones, etc; prácticamente con medio mundo. Yo no digo que no sepa ir a Barcelona solo, que me deprima si no tengo a nadie con quien dar un paseo, o que no disfruto tocando mi guitarra en completa soledad. Claro que lo disfruto. Pero prefiero la grata compañía de una persona afín a mí, que me dé conversación, estimulo mental y espiritual, y que me haga evadirme un rato de la pesada rutina y la dura realidad que nos rodea.
Y, luego, está el plano sentimental. A veces, hay ciertos aspectos de la vida que no se pueden o deben compartir con las amistades. A veces una persona necesita un poco de intimidad, de esa intimidad que solo te dan una o dos personas (un amigo y obviamente tu pareja, en caso de tener) dentro de todo tu círculo social. Y, aunque el resto de tu vida no esté mal, o no hayan grandes penurias que influyan en tu estado anímico general, si te falta esa persona con la que poder compartir tu dolor, tu tristeza, tus preocupaciones, tus ilusiones y tus alegrías más profundas, esas que están a ras de alma, esto te lleva a que el todo se decante más hacia el lado negativo que hacia el positivo. A veces, la diferencia radica en saber que hay una personita que siempre va a estar para darte un abrazo, un beso en la mejilla (aunque prefiero un buen beso con lengua), y una palmadita en el trasero mientras te dice: “Anda, no te ralles, que ya verás cómo apruebas, tontorrón”. Es el sencillo hecho de compartir tus ánimos y desánimos con esa persona en la que tienes fe.
Habrán que pueden pasar sin eso, pero hay personas como en mi caso, en la que nuestra felicidad se basa en poder compartir dicha felicidad con las personas. Y si es con esa persona especial, mejor.
Por eso, no os penséis que tengo miedo a estar solo, que no me gusta estar a solas conmigo mismo ni nada por el estilo (es más, creo que textos como este y muchos que iréis leyendo mucho mejores que este, son fruto precisamente de mis ratos a solas conmigo mismo), es, simplemente, que prefiero tener a alguien a mi lado con quien compartir mi vida: lo bueno, lo malo, lo triste y lo alegre.
Y como decía Sáenz de Buruaga en los Telediarios: “Así son las cosas, y así se las hemos contado”
PD: Se nota que no sabía cómo acabar el texto, ¿eh?
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